Psicología adultos

Psicología adultos
Cuando las personas llegamos a la vida adulta, muchas veces nos encontramos con multitud de estresores que ni siquiera nos habíamos planteado que podíamos llegar a tener que vivir. En estos momentos, es preciso utilizar todas las herramientas de las que dispongamos cada uno, para hacerle frente a esa situación.

Bien es cierto que en ocasiones, por diversas circunstancias de la vida, nos podemos encontrar con dificultades para resolver algún problema que se nos plantea. Cuando esto es así, podemos desarrollar algún tipo de trastorno, ya sea psicológico, psicosomático o incluso, médico.

Por eso, en GPC Gabinete de psicología conductual y Judicial, me pongo a tu disposición ofreciéndote mis servicios centrados en el ámbito de la psicología clínica.

Los problemas psicológicos tienen solución. Se ha comprobado que la psicoterapia es un método muy eficaz, por si misma, para solucionar ciertos problemas y es parte fundamental y complemento imprescindible en el tratamiento psiquiátrico de patologías. También es útil para aquellas personas que deseen conocerse mejor para explotar al máximo sus recursos personales.

En definitiva, podríamos decir que la utilidad principal de la psicoterapia es sentirse mentalmente sano, tranquilo, bien con uno mismo y con la capacidad de conseguir todos los logros sociales que uno se proponga.

Todo tratamiento psicológico es un intento de cambio en algún aspecto de la personalidad. El proceso terapéutico, la terapia, es el trayecto que recorremos con los pacientes en ese intento de cambio, al hablar de ‘proceso’ estamos asumiendo que esos cambios requieren tiempo y son graduales.

En Psicología para Adultos te podemos ayudar a:

  • Trastornos del Estado de Ánimo: Depresión, Manía, Trastorno Bipolar, Elaboración de Duelo, etc.
  • Simplificar decisiones complicadas en adultos
  • Dar una nueva perspectiva sobre los problemas de los adultos
  • Dar sentido y significado a tu comportamiento personal
  • Identificar pensamientos, emociones y conductas que no te dejan vivir como quieres
  • Mejorar las habilidades sociales y de comunicación con los tuyos
  • Ayudarte en tu crecimiento personal
  • Desarrollar hábitos saludables
  • Tratamiento efectivo de la ansiedad, depresión, fobias,…

Problemas Psicológicos más frecuentes

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Los estados de ánimo bajos son muy habituales, pero no tanto los episodios depresivos graves y persistentes. Para poder decir que se sufre un episodio depresivo mayor tiene que sentirse una notable pérdida de interés o placer ante prácticamente todas las cosas de la vida de forma ininterrumpida durante dos semanas (y a lo largo de todo el día).

Además, la persona deprimida también debe experimentar al menos otros cuatro síntomas de la siguiente lista: (1) cambios en el apetito o en el peso, (2) cambios en el sueño, (3) cambios en la movilidad, (4) falta de energía, (5) sentimientos de infravaloración o culpa, (6) dificultad para pensar, concentrarse o tomar decisiones, (7) pensamientos recurrentes de muerte o ideas, planes o intentos suicidas.

Hay que tener en cuenta que en los niños y adolescentes el estado de ánimo puede ser de enfado y de agresividad, en vez de tristeza.

Este ánimo deprimido debe suponer un malestar muy importante y un deterioro social, laboral, familiar o de otras esferas fundamentales de la vida. Cuando la depresión es leve, algunos sujetos con mucha fuerza de voluntad pueden mantener una actividad de apariencia normal, pero a costa de un desgaste muy importante.

Cuando al sujeto que padece un episodio depresivo mayor se le pregunta por lo que siente, habitualmente menciona que está terriblemente triste, desesperanzado, desanimado o “como en el más negro de los pozos”. Dirá que siempre está a punto de llorar e hipersensible. Sin embargo, en algunos casos, también puede afirmar que se siente “anestesiado”, como si nada le afectase o importase, o como si hubiese dejado de sentir y ya todo le diese igual.

Otras personas ponen el énfasis en quejas corporales (dolores, náuseas, sensaciones desagradables) y no parecen sentir excesiva tristeza. Por último, hay quienes exhiben ante todo una gran irritabilidad y responden a cualquier nimiedad montando en cólera.

Es habitual que los familiares mencionen que han notado cómo dejaba de hacer cosas que antes les agradaban mucho (ir a espectáculos, hacer deporte, ver determinados programas de televisión, disfrutar de sus platos favoritos…) y el mismo sujeto puede explicar que estas cosas “ya no les causan ninguna alegría o satisfacción”.

Las áreas que antes hemos mencionado (apetito, sueño…) pueden cambiar en la depresión tanto por defecto (lo más habitual) como por exceso. Así, la mayoría de los sujetos pierde el apetito y, en consecuencia, disminuye de peso; sin embargo, otros tienen más hambre y engordan. Igualmente, el deseo sexual tiende a disminuir, pero en algunos pocos casos puede aumentar. También ocurre lo mismo con el sueño: lo más característico es el insomnio medio (o sea, despertarse durante la noche y tener problemas para volver a dormirse) y el insomnio tardío (despertarse demasiado pronto y ser incapaz de volver a dormirse), pero en algunas personas encontramos un exceso de sueño (hipersomnia).

Asimismo, en la movilidad es más infrecuente la agitación (esto es, dar paseos rápidos, frotarse compulsivamente las manos o la ropa, mostrarse incapaz de permanecer sentado un rato) que el enlentecimiento (del lenguaje, del pensamiento y de todos los movimientos del cuerpo en general); en la misma línea, es manifiesto el aumento de tiempo a la hora de dar cualquier respuesta, el hablar con muy poco volumen de voz, el ser muy lacónico y hablar sin cambios de tono o, incluso, el permanecer en silencio durante periodos de tiempo muy prolongados.

En cambio, siempre se da una falta de energía, cansancio y fatiga, pero no lo contrario (un exceso de vitalidad). Incluso aunque no se lleve a cabo ningún ejercicio físico o mental, la persona deprimida se quejará de una enorme fatiga, lo que convierte en un esfuerzo titánico cualquier mínima actividad (incluso lavarse, vestirse, comer o andar un poco). En ocasiones, aunque el sujeto no lo mencione, se podrá observar que tarda el doble o más en hacer sus actividades rutinarias.

Casi siempre el deprimido tendrá sentimientos de inutilidad o culpa, y se infravalorará. Es frecuente que esté preocupado por pequeños errores de hace tiempo y que malinterprete acontecimientos cotidianos, que no tienen ninguna importancia o que no le atañen en absoluto, y que los mencione como pruebas de sus defectos personales. Por ejemplo, una madre puede atribuirse toda la culpa de que su hijo haya cogido la gripe y tenerse por una mujer negligente aunque todos los compañeros de clase de su hijo estén también enfermos.

Entre los reproches que más a menudo se dirigen se encuentra también el de “estar enfermo” y, en consecuencia, de fastidiar así a toda la familia y ser incapaz de ayudarles con su trabajo.

La mayoría de las personas deprimidas cree que ha perdido sus capacidades y su inteligencia. Se ven mucho más inútiles y no se sienten capaces de pensar, de concentrarse o de tomar decisiones. Pueden dar la impresión de distraerse con facilidad o quejarse de falta de memoria. Y, en realidad, aquellos que tienen ocupaciones laborales o estudios que representan una exigencia intelectual (por ejemplo, un profesor) suelen ser incapaces de funcionar adecuadamente, incluso aunque sólo tengan problemas leves de concentración. Por eso, en los niños el aumento repentino de los suspensos puede ser un reflejo de la depresión. En el otro extremo, en los sujetos de edad avanzada un episodio depresivo mayor suele mostrarse forma de pérdida de memoria, y ser tomada erróneamente como un signo de demencia.

Por último, son frecuentes los pensamientos de muerte, las ideas y los planes para suicidarse e incluso, en los casos más graves, los intentos de hacerlo. Las ideas de suicidio varían desde la creencia consistente en que los demás estarían mejor si uno muriese hasta los pensamientos transitorios, pero recurrentes, sobre el hecho de suicidarse, o los auténticos planes específicos sobre cómo cometer el suicidio. Pero la frecuencia, intensidad y letalidad de estas ideas son muy variables.

Los sujetos con menos riesgo suicida pueden referir pensamientos pasajeros (de unos pocos minutos) y poco recurrentes (una o dos veces a la semana). Los sujetos con más riesgo pueden haber comprado materiales (una cuerda o un arma) o haberse guardado a escondidas pastillas para dormir. Los que están más cerca de la muerte habitualmente han fijado un lugar y un momento en el que saben que estarán solos y no los mencionan. No obstante, hay que saber que es imposible predecir con exactitud cuándo o en qué momento un determinado sujeto deprimido va a intentar suicidarse.

El grado de incapacidad asociado a un episodio depresivo mayor es muy variable. Si la incapacidad es grave, la persona puede perder su capacidad para relacionarse o trabajar. En casos extremos se vuelve incapaz de cuidar de sí mismo (no come, no se viste, no se lava). La repetición y la prolongación en el tiempo de los episodios depresivos mayores dan lugar al Trastorno depresivo mayor.

Para diagnosticar depresión no tiene que haber habido a lo largo de la historia de la persona ningún episodio maníaco ni hipomaníaco, es decir, que no haya habido momentos o etapas en que la persona haya manifestado un estado de ánimo exageradamente alto con la presencia de un descontrol de la conducta como por ejemplo reírse en momentos poco adecuados o la realización de compras excesivas y que la persona no se puede permitir.

Tiene que haber por lo menos un episodio depresivo y otro episodio maníaco. Normalmente, la persona suele tener con más frecuencia uno de los dos polos (depresión o manía), pero si ha tenido como mínimo un episodio de cada, a partir de ese momento, entraría en la categoría de trastorno bipolar.

Al hablar de duelos, hay muchas veces que uno piensa que se refiere sólo a la pérdida de una persona querida debido al fallecimiento. Este es un error común. Ante toda pérdida en la vida hay que elaborar un duelo (incluyendo la pérdida del trabajo, la pérdida de un domicilio o lugar de residencia y, por supuesto, la pérdida de personas importantes en la vida de la persona, ya sea por fallecimiento o por otras circunstancias). Es necesario elaborar este duelo de manera adaptativa y para ello, muchas veces, es necesario recibir la ayuda de profesionales puesto que el dolor puede ser tan grande que puede bloquear al sujeto en el desarrollo normal del proceso.

El duelo es la reacción natural ante la pérdida de una persona, objeto o evento significativo. Es una reacción de dolor que se produce cuando el vínculo afectivo se rompe.

El duelo es el nombre del proceso psicológico, pero en él entran también componentes de otro tipo, como son los sociales, fisiológicos y comportamentales. La intensidad y duración de este proceso doloroso y de sus correlatos serán proporcionales a la dimensión y significado de la pérdida,

En el duelo el sujeto ha experimentado una pérdida real del objeto amado y en el proceso, que se prolonga un tiempo necesario para la elaboración de esta pérdida, este pierde el interés por el mundo exterior y por todo aquello novedoso que se le aparezca al sujeto.

Un sujeto con ansiedad generalizada es aquel que tiene una preocupación no realista o excesiva durante un período de tiempo superior a 6 meses. Además, esta preocupación no se restringe a un único tema o problema, sino que abarca una gama más o menos amplia de acontecimientos y situaciones (exageración de la respuesta de alarma). Por otro lado, el sujeto tiene que sentirse incapaz de controlar su estado de nervios y mostrarse desbordado ante el mínimo aumento de la tensión o ante la suma de pequeñas complicaciones. Las señales de ansiedad más corrientes en este cuadro son: inquietud a lo largo de casi todo el día, fatiga precoz o excesiva(ante cualquier cosa el sujeto está agotado), dificultades para concentrarse (lo que suele repercutir en el rendimiento académico o laboral), irritabilidad (saltan por cualquier cosa), tensión muscular (que, en ocasiones, puede producir contracturas y dolores) y trastornos del sueño (es muy corriente la dificultad para conciliar el sueño y la queja de que no se tiene un sueño reparador o profundo).

Es habitual que esta forma de reaccionar se asocie a una manera de ser; es decir: el sujeto suele afirmar que siempre ha sido así (alguien muy nervioso) y que nunca ha sido capaz de controlarse y estar tranquilo, al menos durante periodos de tiempo prolongados. Por eso, para diagnosticar este cuadro, las situaciones que originan ansiedad y preocupación no se deben limitar a las que son propias de otros trastornos, como el temor a sufrir una crisis de angustia, el miedo a quedar mal en público (fobia social), a contraer una enfermedad por tocar cosas sucias (trastorno obsesivo-compulsivo), a estar alejado de casa o de las personas queridas (trastorno por ansiedad de separación), a engordar (anorexia nerviosa), a tener múltiples síntomas físicos (trastorno de so matización) o a padecer una enfermedad grave (hipocondría).

Aunque los individuos que sufren de ansiedad generalizada no siempre reconocen que sus preocupaciones resultan excesivas (por ejemplo, pueden opinar que es fundamental estar así de pendientes del viaje que van a hacer para que todo salga bien), siempre manifiestan una evidente dificultad para controlarlas y les provocan malestar y un deterioro social, laboral o familiar (por ejemplo, es habitual que sus hijos o su pareja están hartos del estado de nervios en que viven por sus enfados ante cualquier contratiempo).

También tiene que resultar evidente que la intensidad, la duración o la frecuencia de la ansiedad y de las preocupaciones son claramente desproporcionadas con las posibles consecuencias que puedan derivarse de la situación o el acontecimiento temidos (por ejemplo, se vive como una catástrofe el perder el avión o el verse atrapado en un atasco).

Los adultos con trastorno de ansiedad generalizada acostumbran a preocuparse por las circunstancias normales de la vida diaria, como son las posibles responsabilidades laborales, temas económicos, la salud de su familia, los pequeños fracasos de sus hijos y los problemas de carácter menor (por ejemplo, las faenas domésticas, la reparación del automóvil o el llegar tarde a las reuniones). Los niños con trastorno de ansiedad generalizada tienden a preocuparse por su rendimiento en el colegio o por la calidad de sus actuaciones (por ejemplo, en un acto escolar o social).

Por supuesto, para confirmar el diagnóstico hay que descartar que la tensión se deba a la ingesta de estimulantes (café, té, Coca-Cola, determinadas comidas, etc.), al abuso de determinadas drogas (incluidos fármacos o tabaco) o a una enfermedad médica general. Durante el curso del cuadro es muy corriente que las preocupaciones se trasladen de un objeto o una situación a otros.

Las personas que padecen crisis de angustia (“ataques de pánico”) sienten, de forma bastante repentina y durante un periodo de tiempo limitado (suele oscilar entre uno y diez minutos), un profundo miedo o un gran malestar. Estas sensaciones desagradables son tan intensas que quienes las sufren suelen creer que están gravemente enfermos (o incluso que van a morir o a volverse locos) y, por ello, tienen la necesidad de escapar de la situación o recibir ayuda de algún tipo. La crisis de angustia viene siempre acompaña por un conjunto de sensaciones fisiológicas y por una serie de pensamientos. Entre las sensaciones las más habituales son: palpitaciones fuertes del corazón o taquicardia, sudoración, temblores o sacudidas, sensación de respiración corta o entrecortada, falta de aliento o sensación de ahogo, sensación de atragantarse, sofocos intensos, opresión o malestar en el tórax, náuseas o malestar abdominal, inestabilidad o mareo, aturdimiento, sensación de terror, de desrealización “sentimientos de irrealidad” y/o de despersonalización “estar fuera del cuerpo”, hormigueos en los miembros, entorpecimientos o sensación de parálisis, zumbidos en los oídos y escalofríos o sofocos. Por su parte, los pensamientos más frecuentes son el miedo a perder el control o enloquecer, y el miedo intenso a morir o a padecer un infarto o un accidente cerebro-vascular. Por supuesto, es raro que todos estos síntomas y pensamientos aparezcan a la vez y en la mayoría de los casos se presentan sólo tres o cuatro.

Si las crisis van repitiéndose, el miedo tiende a hacerse aún más intenso y se va acentuando la sensación de pérdida de control sobre la propia vida. En este proceso es habitual que se vayan evitando progresivamente los lugares donde apareció el pánico, por lo que el sujeto puede acabar restringiendo de forma drástica su movilidad y abandonar muchas de las actividades que antes le gustaban (ir a comprar a unos grandes almacenes, ir al cine o comer fuera de casa, viajar, etc.) o incluso las que necesitaba llevar a cabo (conducir, acudir al trabajo, etc.). En los casos más graves, algunas personas terminan completamente recluidas en su propia casa

Se pueden distinguir se modalidades de crisis de angustia: (1) Las crisis de angustia inesperadas, que son aquellas en las que el inicio de la crisis no se asocia a desencadenantes ambientales (es decir, aparecen sin ningún motivo aparente); (2) Las crisis de angustia situacionales, que, en cambio, se consideran desencadenadas por estímulos ambientales (por ejemplo, ver una serpiente o un perro dispara automáticamente una crisis de angustia); y, por último, (3) Las crisis de angustia más o menos relacionadas con una situación determinada, que son aquellas en las que hay más probabilidades de que aparezca el malestar al exponerse a ciertos estímulos o desencadenantes ambientales (por ejemplo, las crisis tienen más probabilidades de aparecer cuando se está en unos grandes almacenes, pero a veces se puede comprar allí sin sufrir ninguna crisis de angustia, o bien padecerla media hora después de haber vuelto a casa).

El diagnóstico de Trastorno de angustia (con o sin evitación de situaciones) requiere la presencia de crisis de angustia inesperadas (las del primer tipo). En cambio, las crisis de angustia situacionales son más características de las fobias sociales y de las fobias específicas (que se describen más adelante), y las crisis de angustia más o menos relacionadas con una situación determinada (las del tercer tipo) son especialmente frecuentes en el trastorno de angustia, pero también pueden aparecer en la fobia específica o en la fobia social, por lo que en estos dos casos el trastorno central no sería el de trastorno de angustia.

Algunas personas mejoran de las crisis cuando advierten que éstas no representan un peligro real para su salud; no obstante, en la mayoría de los casos se sigue sufriendo porque las sensaciones continúan presentándose con igual intensidad y causan el mismo malestar orgánico. Es en estos casos cuando se afirma que la persona tiene “miedo al miedo”, que se convierte en el objetivo central de la terapia.

Casi todo el mundo tiene algún pensamiento obsesivo, y también es frecuente que se realicen determinados rituales de forma repetitiva sin mucho sentido, por eso hablamos de trastorno obsesivo-compulsivo sólo cuando las obsesiones o las compulsiones (los actos repetitivos) son tan recurrentes o intensos que: (1) alteran de forma importante la vida de la persona (por ejemplo, cuando suponen pérdidas de tiempo superiores a una hora cada día); (2) implican un deterioro de la actividad laboral (por ejemplo, el sujeto tiene que abandonar varias veces su puesto de trabajo para comprobar algo); o (3) cuando llegan a afectar a la vida personal y familiar de forma significativa (por ejemplo, el sujeto tiene que levantarse ocho veces por la noche para comprobar si la llave del gas está cerrada)

Las personas con un trastorno obsesivo-compulsivo suelen reconocer, sobre todo al inicio de su problema, que estas obsesiones o compulsiones son exageradas o irracionales, lo que no significa que sean capaces de pararlas o evitarlas

Técnicamente, las obsesiones se definen como ideas, pensamientos, impulsos o imágenes de carácter persistente que el individuo considera intrusas e inapropiadas y que provocan una ansiedad o malestar intensos. Aunque la persona es consciente de que estas obsesiones son el producto de su mente, a veces se siente incapaz de controlarlas y considera que no encajan en el tipo de pensamientos que él debería tener.

En el inmenso catálogo de obsesiones destacan como más frecuentes las que se mencionan a continuación: (1) contaminación (por ejemplo, contraer una enfermedad al estrechar la mano de los demás, al tocar las manillas de las puertas o al manejar dinero); (2) dudas repetitivas (por ejemplo, preguntarse a uno mismo si se ha realizado un acto en concreto, como haber olvidado cerrar la puerta del coche con llave); (3) disponer las cosas según un orden determinado y ser incapaz de tolerar el que no estén así colocadas (por ejemplo, se sienten muy mal si alguien les cambia de posición unos libros o unos objetos que estaban colocados simétricamente; no obstante, no les importa tanto cuando no están en su casa o su despacho); (4) miedo a tener un impulso de carácter agresivo u horroroso (por ejemplo, miedo a hacer daño a alguien con un cuchillo o a gritar obscenidades en una iglesia); y (5) fantasías sexuales (por ejemplo, una imagen pornográfica recurrente que no se desea tener).

Estos pensamientos, impulsos o imágenes no deben obedecer a problemas reales de la vida real: alguien que esté preocupado todo el día por la posibilidad de que le despidan no debería ser diagnosticado de obsesivo si trabaja en una empresa que pasa por una mala situación económica. En realidad, la mayoría de las obsesiones tienen poco que ver con dificultades o problemas reales de la propia vida.

La persona que sufre estas obsesiones trata con frecuencia de ignorar o suprimir estos pensamientos o impulsos, o bien neutralizarlos mediante otras ideas o actividades (es decir, con lo que denominamos “compulsiones”). Por ejemplo, alguien preocupado por si se ha infectado al coger el cambio de un billete puede tratar de “purificarse” lavándose las manos muchas veces o de una manera determinada (muy intensa, con productos muy abrasivos, siguiendo un orden determinado…); o alguien que teme que a sus hijos les sobrevenga una enfermedad por haber pisado unas baldosas en la parte en que forman una cruz puede rezar diez padres nuestros para evitar esa desgracia.

Por tanto, técnicamente las compulsiones se definen como comportamientos (por ejemplo, lavados) o actos mentales (por ejemplo, rezar o repetir una palabra cien veces) de carácter recurrente, cuyo propósito es prevenir o aliviar la ansiedad o el malestar, pero no proporcionar placer o gratificación. En la mayoría de los casos los obsesivos se sienten impulsados a realizar la compulsión para reducir el malestar que lleva consigo un pensamiento determinado o bien para prevenir algún acontecimiento o situación negativos.

Es frecuente que las personas con trastorno obsesivo-compulsivo lleven a cabo actos fijos o estereotipados acordes con reglas elaboradas de manera personal y que se sientan incapaces de explicar por qué hacen las cosas así. Por definición, las compulsiones resultan claramente excesivas (por ejemplo, en el caso del lavado o comprobar una y otra vez si se ha cerrado la puerta) o no están conectadas de forma racional con las ideas que deben neutralizar o prevenir (por ejemplo, en el caso de pisar la cruz de las baldosas). Como hemos visto en los ejemplos, las compulsiones más habituales son las de lavado o limpieza, las comprobaciones, las demandas o exigencias de certeza (preguntar una y otra vez si se ha hecho tal cosa), los actos de carácter repetitivo y la puesta en orden de objetos.

La mayoría de los adultos que presentan un trastorno obsesivo-compulsivo reconocen en algún momento que sus obsesiones o las compulsiones son excesivas o irracionales, pero esto no se cumple necesariamente en el caso de los niños debido a que, por su edad, puede que no dispongan todavía de la suficiente capacidad para distinguir lo racional de lo irracional. No obstante, existen adultos que no ven del todo insensatas ciertas obsesiones o compulsiones, aunque sean muy raras. Por supuesto, si el individuo aquejado de este problema no las juzga como irracionales es muy improbable que trate de resistirse a ellas.

También es muy frecuente que, con el paso del tiempo y después de repetidos fracasos al intentar luchar contra las obsesiones o compulsiones, la persona “se rinda” y ya no trate más de combatirlas.

Dado todo lo que se ha descrito sobre este cuadro se comprenderá por qué puede llegar a ser uno de los trastornos más incapacitantes y frustrantes de toda la psicopatología.

Las fobias específicas (o concretas) se definen como un miedo muy intenso y persistente a objetos o situaciones claramente identificables. Por ejemplo, la visión de un perro desencadena un enorme temor que deja bloqueado al sujeto. La presencia del estímulo fóbico (el perro, en este ejemplo) provoca casi invariablemente una respuesta inmediata de ansiedad que puede llegar a convertirse en una crisis de angustia. En la mayoría de las ocasiones el estímulo fóbico es evitado, si bien a veces puede afrontarse, aunque con sumo terror; así, si el sujeto está con otras personas que piensa que lo van a proteger o que el animal está bien sujeto o es muy tranquilo, es capaz de mirarlo o pasar cerca.

Aunque los adultos con este trastorno reconocen que este temor es excesivo e irracional (si el perro aparece completamente inofensivo), esto no sucede a veces en el caso de los niños. Además, en los menores de 18 años los síntomas deben haber persistido durante al menos 6 meses antes de poder efectuar el diagnóstico de fobia específica. Esto es así porque la mayoría de los niños tiene fobias que desaparecen con el tiempo.

Como casi todo el mundo tiene algún temor o siente incomodidad ante algunos objetos, animales o situaciones, la fobia se diagnostica sólo si este comportamiento de evitación, miedo o ansiedad de anticipación afecta significativamente a las actividades cotidianas, a las relaciones laborales o sociales, o si la existencia de esta fobia provoca un malestar evidente

En la mayoría de las ocasiones, el objeto del miedo es la propia anticipación del peligro o daño inherente al objeto o situación (así, el individuo puede temer viajar en avión debido al miedo a estrellarse o puede temer conducir un coche por miedo a tener un accidente). Sin embargo, las fobias específicas también pueden hacer referencia a la posibilidad de perder el control, angustiarse y desmayarse al exponerse al objeto temido. Por ejemplo, los individuos temerosos de la sangre y las heridas pueden estar preocupados por la posibilidad de desmayarse (y hacer el ridículo), los que tienen miedo a las alturas también pueden sentir inquietud por los mareos, y los que tienen miedo a las aglomeraciones pueden preocuparse asimismo por la posibilidad de perder el control y empezar a gritar cuando estén rodeados de desconocidos.

Por otro lado, el nivel de ansiedad o temor suele variar en función del grado de proximidad al estímulo fóbico (esto es, el miedo se intensifica a medida que el perro se acerca y disminuye a medida que se aleja) y al grado en que la huida se ve limitada (por tanto, el miedo se intensifica a medida que el ascensor se acerca al punto medio entre dos pisos y disminuye a medida que las puertas se van abriendo al llegar al siguiente piso). Sin embargo, la intensidad del temor no siempre se relaciona de forma tan previsible con el estímulo fóbico y, por ello, una persona que tiene miedo a las alturas puede experimentar grados variables de temor al cruzar el mismo puente en diferentes momentos.

Como se ha explicado ya, los adultos que padecen este trastorno reconocen que la fobia es excesiva o irracional. En el caso de que, por ejemplo, un individuo evite entrar en un ascensor porque está convencido de que ha sido saboteado y no reconozca que este temor es excesivo e irracional, en vez de una fobia específica debe diagnosticársele un trastorno delirante. Es más, tampoco debe diagnosticarse una fobia específica si el temor se considera coherente teniendo en cuenta el contexto en que se produce (por ejemplo, es normal tener miedo a recibir un navajazo si se visita un barrio peligroso, o a ser mordido por una serpiente si se está en la selva).

El estrés es un proceso natural que responde a nuestra necesidad de adaptarnos al entorno, en constante cambio; pero resulta perjudicial si es muy intenso o se prolonga en el tiempo.

El estrés es un proceso natural del cuerpo humano, que genera una respuesta automática ante condiciones externas que resultan amenazadoras o desafiantes, que requieren una movilización de recursos físicos, mentales y conductuales para hacerles frente, y que a veces perturban el equilibrio emocional de la persona.

El entorno, que está en constante cambio, obliga a los individuos a adaptarse; por tanto, cierta cantidad de estrés es necesaria para que el organismo responda adecuadamente a los retos y los cambios de la vida diaria. Es lo que se conoce como eustrés o estrés positivo.

Se trata de una respuesta fisiológica y psicológica de una persona que intenta adaptarse a las presiones a las que se ve sometida, originada por el instinto de supervivencia del ser humano, en la que se ven involucrados muchos órganos y funciones del cuerpo, como el cerebro y el corazón, los músculos, el flujo sanguíneo, la digestión…

Si bien en un primer momento la respuesta de estrés es necesaria y adaptativa, cuando ésta se prolonga o intensifica en el tiempo, la salud, el desempeño académico o profesional e, incluso, las relaciones personales o de pareja del individuo se pueden ver afectadas.

Las señales más características del estrés son:

-Emociones: ansiedad, miedo, irritabilidad, confusión.

-Pensamientos: dificultad para concentrarse, pensamientos repetitivos, excesiva autocrítica, olvidos, preocupación por el futuro….

-Conductas: dificultades en el habla, risa nerviosa, trato brusco en las relaciones sociales, llanto, apretar las mandíbulas, aumento del consumo de tabaco, alcohol…

-Cambios físicos: músculos contraídos, dolor de cabeza, problemas de espalda o cuello, malestar estomacal, fatiga, infecciones, palpitaciones y respiración agitada…

Existen diferentes tipos de estrés, que se clasifican en función de la duración:

Estrés agudo
Es estimulante y excitante, pero muy agotador. No perdura en el tiempo. Ejemplo: una serie de entrevistas de trabajo en un día. Puede aparecer en cualquier momento en la vida de cualquier individuo.

Estrés agudo episódico
Es cuando se padece estrés agudo con mucha frecuencia. La gente afectada reacciona de forma descontrolada, muy emocional, y suele estar irritable, y sentirse incapaz de organizar su vida.

Estrés crónico
En estado constante de alarma.

Un tipo de fobia con características muy especiales es la denominada fobia social. Lo fundamental en este caso es que el miedo persistente y acusado que se da en todas las fobias se produce en situaciones sociales o en actuaciones en público. La persona aquejada de fobia social teme que estar con otros sujetos le coloque en situaciones embarazosas. Como muchas personas se consideran tímidas y les da vergüenza estar con desconocidos, sólo cabe hablar de fobia social cuando estar en situaciones sociales produzca de forma casi invariable y sin que llegue a desaparecer al cabo de un rato una intensa respuesta de ansiedad. Como en el caso de las fobias específicas, dicha respuesta puede tomar la forma de una crisis de angustia.

En la fobia social las personas ante las que se tiene temor y ante las que se evita hablar o actuar son prácticamente todas las que se consideren ajenas al círculo familiar más cercano o no sean conocidas de mucho tiempo atrás.

Aunque los adultos que padecen el trastorno reconocen que este temor es exagerado y hasta irracional, no sucede así en el caso de los niños. En las personas menores de 18 años los síntomas deben haber persistido como mínimo durante 6 meses antes de poder diagnosticar una fobia social. En general, los niños son más tímidos que los adultos, por lo que en aquéllos el miedo y la evitación ante otras personas debe resultar muy llamativo.

Como consecuencia del temor, el fóbico social acaba evitando por completo las situaciones que impliquen estar con otras personas o actuar en público (por ejemplo, hablar ante el resto de la clase); no obstante, otras veces lo pueden soportar pero experimentando sumo terror. Además, para poder establecer el diagnóstico es imprescindible que el comportamiento de evitación, el temor o la ansiedad de anticipación interfieran notablemente con la rutina diaria del individuo (por ejemplo, la persona deja de acudir a clase si existe la posibilidad de tener que hablar con personas no muy familiares), con sus relaciones laborales (por ejemplo, el empleado pide una baja porque no puede acudir a su departamento ya que se va a realizar una reunión) o con su vida social (por ejemplo, la persona no va nunca a fiestas o reuniones).

En realidad, cuando el individuo con fobia social se encuentra en las situaciones sociales o en las actuaciones en público temidas, experimenta una preocupación constante por la posibilidad de que los demás le vean como a un individuo “raro”, excesivamente ansioso, débil, “loco” o algo estúpido. En las conversaciones colectivas suele guardar silencio pues teme que los demás adviertan cómo tiembla su voz, o piensa que, en cualquier momento, le puede invadir una extrema ansiedad que le hará incapaz de articular correctamente las palabras. También es fácil que evite comer, beber (puesto que es posible que se atragante, que haga ruidos, o que exhiba temblor de manos al coger una taza o los cubiertos), o que evite escribir en público (por miedo a sentirse en apuros cuando los demás comprueben cómo le tiemblan las manos). Pero si una persona evita comer en público porque está convencido de que la policía lo vigila o que los alimentos que le ofrecen están envenenados, y no reconoce que este temor es excesivo e irracional, el diagnóstico correcto sería trastorno delirante. Por supuesto, tampoco debería diagnosticarse la fobia social cuando los temores responden a una realidad vital (por ejemplo, el empleado es incapaz de hablar en una reunión donde sabe que si se juzga negativamente su trabajo van a despedirle, o el miedo a ser preguntado en clase por el profesor cuando no se sabe la lección).

Los individuos con fobia social pueden describir casi siempre los siguientes síntomas de ansiedad: palpitaciones cardíacas, temblores, sudoración, molestias gastrointestinales, diarrea, tensión muscular, enrojecimiento y hasta confusión. Tanto es así que, en los casos más severos, los síntomas pueden llegar a ser los de una crisis de angustia. El enrojecimiento facial es también uno de los síntomas más típicos.

En la fobia social es muy características la ansiedad anticipatoria; por eso, mucho antes de que la persona deba afrontar la situación social temida o la actuación en público ya sufre enormemente (por ejemplo, muchas semanas antes de un examen oral está angustiado, aunque domine la materia; o días antes de acudir a una reunión social es incapaz de pensar en otra cosa, aunque no haya ningún hecho relevante en esa reunión). A veces esta ansiedad previa llega realmente a provocar el que el sujeto actúe de forma inadecuada debido a la intensidad de su miedo; lo que, a su vez, genera un círculo vicioso, pues en el futuro temerá aún más “meter la pata”.

Hay que tener presente que los temores a que ciertas situaciones sociales resulten embarazosas son frecuentes, pero el grado de malestar o el deterioro general que provocan no son lo suficientemente intensos como para permitir diagnosticar con seguridad una fobia social. La ansiedad o la evitación transitoria de situaciones sociales son especialmente frecuentes en la adolescencia (por ejemplo, es normal que una chica joven evite comer delante de los chicos durante una breve temporada pero luego vuelva a comportarse como siempre).

Valoración que hacemos de nosotros mismos, el grado que nos queremos como personas en todas y cada una de sus dimensiones.

Las personas que presentan un déficit de autoestima tenderán a manifestar con mayor frecuencia, que otras personas, algunas de las características que se presentan a continuación:

Con respecto a sí mismos

-Ser extremadamente críticos consigo mismos.

-Muy perfeccionistas.

-Temor excesivo a cometer errores.

-Muy sensibles a la crítica.

-Necesitan la aprobación continua de los demás.

Con respecto a la interpretación de la realidad

-Focalizar en lo negativo: centran la atención en algún aspecto negativo y desagradable de la situación, sacándolo de contexto.

-Descalificación de experiencias positivas: Tendencia a ignorar las experiencias positivas.

-Personalizar: Tiende a verse a sí mismo como único culpable de algunos sucesos externos desagradables, de los que no es responsable.

-Pensamiento todo o nada: Evaluar las situaciones de forma extremista (buenas o malas), sin considerar que existe una amplia variedad de posibilidades.

-Generalizar: Sacar conclusiones absolutas a partir de un simple suceso negativo de una situación concreta.

-Adivinación: Interpretar los acontecimientos como negativos sin tener datos reales.

-Uso frecuente de “debería…”: Van marcándose de forma imperativa las pautas que ellos mismos consideran que son imprescindibles para tener valor en la vida y triunfar.

-Magnificación o minimización: Exageran sus errores y le quitan importancia a sus éxitos, justo lo contrario a lo que manifiestan hacia los demás.

El mundo emocional es algo complejo. Un individuo puede sentir al mismo tiempo un gran número de emociones que varían en cuanto a la intensidad.

Las emociones, además, en muchos casos son las que dirigen nuestra forma de actuar en numerosas ocasiones. Por ello, es importante hacer un buen manejo de las emociones y conocer exactamente qué sentimos en cada momento. Para esto, es recomendable hacer una terapia psicológica y que un profesional ayude a cada persona a entender sus sentimientos.

El término “inteligencia emocional” se refiere a la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, de motivarnos y de manejar bien las emociones, en nosotros mismos y en nuestras relaciones.

En la infancia, la inteligencia emocional, como toda conducta, es transmitida de padres a hijos. Los padres son el principal modelo de imitación de los hijos, de tal forma que es importante que los padres entrenen y ejerciten su inteligencia emocional para que los hijos puedan adquirir esos hábitos. Una vez adquiridos esos hábitos, el niño desarrollará la madurez general, la autonomía y la competencia social que necesita en el periodo evolutivo en el que está.

Principales componentes de la inteligencia emocional

Autoconocimiento emocional (o conciencia de uno mismo): Ser consciente de sus propios sentimientos y de los de los demás.

Autocontrol emocional (o autorregulación): Hacer frente de forma positiva a los impulsos emocionales y de conducta del momento y regularlos.

Automotivación: Cierta dosis de optimismo e iniciativa, de forma que seamos emprendedores y actuemos de forma positiva ante los contratiempos.

Reconocimiento de emociones ajenas (o empatía): Reconocer las emociones ajenas, aquello que los demás sienten y que se puede expresar por la expresión de la cara, por un gesto, por una mala contestación, nos puede ayudar a establecer lazos más reales y duraderos con las personas de nuestro entorno.

Relaciones interpersonales (o habilidades sociales): Utilizar las dotes sociales positivas a la hora de manejar sus relaciones, no solo al tratar con los que nos parecen simpáticos, a nuestros, amigos, a nuestra familia; sino también con aquellos que están en una posición superior, con nuestros jefes, con nuestros enemigos…

Las personas que padecen este trastorno rechazan mantener un peso corporal mínimo y desean estar en un peso extremadamente bajo para su edad, altura y constitución. Se obsesionan por adelgazar y odiar la comida porque amenaza la idea obsesiva central: adelgazar a cualquier precio. Para ello, comienzan a dejar de comer, hacen régimen extremadamente estricto, vomitan utilizan laxantes o diuréticos y hacen ejercicio físico de una manera excesiva y descontrolada. Pese a que están muy delgadas, intentan seguir perdiendo peso. Tienen tal terror a la gordura, que la comida y el peso se convierten en el centro de todas las preocupaciones. Se obsesionan de tal manera con su imagen de delgadez que se miran al espejo y en el reflejo de los escaparates para comprobar el tamaño de su cuerpo. Pero se sienten siempre insatisfechas y nunca se ven suficientemente delgadas. No pueden soportar la imagen que ven reflejada en el espejo.

Alimentarse de esta manera tan poco equilibrada, producirse vómitos y adelgazar a través de la toma de laxantes produce alteraciones graves en el organismo que deja secuelas psicológicas y también fisiológicas. En muchos casos, llegan al borde de la muerte, y en algunos casos más graves, incluso pueden llegar a la muerte. Además, el mayor peligro radica en que se convierten en personas que mienten y manipulan a familiares y terapeutas para conseguir lograr a toda costa su objetivo de adelgazar. Por ello, en ocasiones, es difícil ayudar a estas personas. Pero no hay que desistir nunca en este intento.

En este trastorno de la alimentación, las personas se dedican a darse atracones (generalmente a escondidas) y después se producen el vómito, toman laxantes o dejar de comer durante un tiempo para así compensar las consecuencias del atracón y no engordar. Estos atracones consisten en un consumo rápido de gran cantidad de comida (generalmente alimentos con un alto valor calórico) y en un periodo corto de tiempo.

Además, la persona tiene la sensación de pérdida de control y siente que no puede parar de comer o que no puede controlar qué come y en qué cantidades lo come. Mientras devora estos alimentos, la persona tiene le sensación de olvidarse de todos sus problemas. No come para alimentarse, sino que es una combinación del placer que le produce y la necesidad de reducir la ansiedad a través de esta conducta. No quiere hacerlo, pero no lo puede evitar. Después, aparecen los sentimientos de culpa, mucha vergüenza, fracaso y una intensa ansiedad. Esta patología también tiene serias consecuencias en la salud física y psíquica del individuo.

Este trastorno tiene una carga genética importante, pero además influyen otros factores psicológicos, como son los malos hábitos alimenticios, un estilo de vida en el que no se hace ningún tipo de ejercicio ni esfuerzo físico, y sobre todo, la ansiedad. Esta ansiedad en muchos casos empuja a la persona a comer y esto hace que se suba mucho de peso.

Luego, esta patología se mantiene, en muchos casos, por el bajo estado de ánimo y el sentimiento de baja autoestima que se va forjando en la persona. Esto, a su vez, genera más ganas de seguir comiendo y una sensación de que nada de lo que haga va a servir para adelgazar y verse mejor.

Aunque generalmente se concibe el insomnio únicamente como la dificultad para iniciar el sueño, lo cierto es que la dificultad para dormir puede tomar varias formas:

-Dificultad para conciliar el sueño al acostarse (insomnio inicial, el más común de los tres).

-Despertarse frecuentemente durante la noche (insomnio intermedio).

-Despertarse muy temprano por la mañana, antes de lo planeado (insomnio terminal).

El insomnio impide la recuperación que el cuerpo necesita durante el descanso nocturno, pudiendo ocasionar somnolencia diurna, baja concentración e incapacidad para sentirse activo durante el día.

La Hipersomnia Diurna consiste en un exceso de sueño o somnolencia, y no siempre aparece por un déficit de Sueño nocturno. Generalmente se habla de Hipersomnia refiriéndose a la Hipersomnia Diurna, esto es, la que se padece durante las horas en las que se permanece despierto. Dicho esto, conviene también aclarar que al hablar de Hipersomnia nos referimos a una Hipersomnia duradera o crónica, ya que la entidad clínica que representa este síntoma le viene por su mantenimiento en el tiempo, puesto que sufrir un “exceso de sueño” o excesivo cansancio el día posterior a una noche en la que se ha dormido poco no comporta en sí mismo un carácter patológico, siempre que no sea una circunstancia habitual.

La Hipersomnia, en sí misma, puede representar un enorme problema a quien la padece, puesto que disminuye el rendimiento intelectual y físico, así como el sexual y puede favorecer la aparición de accidentes laborales o de tráfico.

El insomnio, es con mucho, el síntoma más común, y es también el más frecuentemente consultado por médicos, psicólogos y psiquiatras.

Muchas veces se relaciona el dolor solo con la experiencia física, pero hay que tener en cuenta que tiene también un importante componente emocional y psicológico. La percepción de dolor es diferente en cada persona (es totalmente subjetivo), y por lo tanto, es difícil de evaluar puesto que no se puede medir.

En el caso de un dolor crónico, muchas veces intentamos luchar por evita el dolor y acaba siendo un esfuerzo inútil. Tras esta lucha, aparece un sentimiento de fracaso que nos genera impotencia e irritación que influye en nosotros y nuestros seres queridos. Cuando ya nos damos cuenta de que no es posible acabar para siempre con este dolor, podemos caer en una depresión o al menos a un estado de ánimo deprimido que nos hace perder el sentido de la alegría.

El problema surge cuando este dolor crónico arruina nuestra vida y nos crea problemas en las diferentes áreas de nuestra vida.

Para salir adelante en estas situaciones, lo más importante es ser conscientes del problema y aceptar que no debemos hacer nada para evitar este dolor, darnos cuenta de que este dolor nos crea limitaciones reales, y no compadecernos constantemente, puesto que esto sólo aumentará el dolor y nos hará tener un estado anímico cada vez más bajo.

Un trastorno de personalidad en general se caracteriza por ser un patrón de relación, percepción, comportamiento y pensamiento permanente e inflexible lo suficientemente serio como para causar angustia así como para impedir que quien lo padece se relacione plenamente con el entorno. Generalmente se manifiesta en la adolescencia o bien al principio de la edad adulta. El trastorno se mantiene estable a lo largo del tiempo, por lo que comporta malestar y perjuicios para el sujeto.

Las personas con un trastorno de la personalidad (TP) tienen grandes dificultades para aceptar y adaptarse a las tensiones normales que genera la vida cotidiana.

Los trastornos de personalidad

Trastorno paranoide de la personalidad: es un patrón de desconfianza y suspicacia que hace que se interpreten maliciosamente las intenciones inocuas de los demás.

Trastorno esquizoide de la personalidad: patrón de desconexión de las relaciones sociales y de una disminución de la experiencia emocional.

Trastorno esquizotípico de la personalidad: patrón de malestar intenso en las relaciones personales, distorsiones perceptivas y excentricidades del comportamiento.

Trastorno antisocial de la personalidad: patrón de desprecio y violación de los derechos de los demás, sin importarle hacer daño.

Trastorno límite de la personalidad: patrón de inestabilidad en las relaciones interpersonales, la autoimagen y los afectos, y de una notable impulsividad. Las personas con este trastorno, a menudo se autolesionan para calmar o aliviar la tensión y ansiedad.

Trastorno histriónico de la personalidad: patrón de emotividad excesiva y demanda de atención. Estas personas se suelen caracterizar por hacer gestos exagerados y ser llamativos y exagerados en todo su conjunto de actuaciones.

Trastorno narcisista de la personalidad: patrón de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía.

Trastorno de la personalidad por evitación: patrón de inhibición social, sentimientos de incompetencia e hipersensibilidad a la evaluación negativa.

Trastorno de la personalidad por dependencia: patrón de comportamiento sumiso y pegajoso relacionado con una necesidad excesiva de ser cuidado.

Trastorno de la personalidad obsesivo-compulsivo: patrón de preocupación por el orden, el perfeccionismo y el control.

El trastorno adaptativo es una reacción excesiva (en cuanto a la intensidad) y prolongada en el tiempo a un evento o situación estresantes. Esta reacción afecta gravemente el funcionamiento social y ocupacional. Los síntomas generalmente aparecen en un lapso de tres meses después del evento estresante. Para toda persona, el adaptarse a un cambio supone un esfuerzo, pero hay gente que se atasca en ese intento adaptativo y es ahí cuando surgen los problemas de adaptación.

Dentro de los trastornos de adaptación podemos encontrar diferentes tipos:

Trastorno de adaptación con depresión. Aquí se incluyen todos los síntomas propios de los trastornos depresivos, como son un estado de ánimo bajo, ganas de llorar y sentimientos de tristeza y de falta de ilusión.

Trastorno de adaptación con ansiedad. Aquí se encuentran englobados todos aquellos trastornos adaptativos que se acompañan de nerviosismo, inquietud, preocupación y miedos excesivos.

Trastorno de la adaptación con ansiedad y estado depresivo. Es una mezcla de los dos anteriores (aparecen tanto síntomas propios de la depresión como los propios de la ansiedad).

Trastorno de adaptación con alteración de la conducta. Aquí están incluidos todos aquellos que suponen una conducta problemática por parte del individuo. Dentro de estos comportamientos problemáticos tenemos la violación de los derechos de otras personas y de normas o reglas sociales (como son destruir material ajeno, no acudir a la escuela, conducir de manera imprudente)

Trastorno de la adaptación con perturbación de las emociones y del comportamiento. Es una mezcla de todos los anteriores (síntomas depresivos, de ansiedad y problemas del comportamiento).

Los actos y las decisiones impulsivas forman parte de la vida cotidiana de las personas, y como resultado, pueden acarrear consecuencias positivas o negativas (por ejemplo, el actuar impulsivamente en un momento de miedo e indecisión puede acercarnos a una gran oportunidad, pero también puede conllevar un resultado desastroso del que nos podemos arrepentir).

¿Qué entendemos por impulsividad?

Desde el punto de vista psicológico, un impulso se definiría como la facilidad efusiva o impetuosa hacia un determinado modo de actuación, ya sea con el fin de disminuir la tensión generada por la aparición de un deseo, o por el descenso de autocontrol. En 1997, Logan definió a las personas impulsivas como aquellas que tienen dificultades para inhibir un comportamiento.

La conducta impulsiva en los seres humanos se expresa con características como la impaciencia, la constante búsqueda del riesgo y el placer, la necesidad de recompensa inmediata, la dificultad para analizar las consecuencias de los propios actos, y la agresividad (Evenden, 1999), así como con la falta de habilidad para detenerse, la dificultad para inhibir conductas motoras, el escaso juicio, las dificultades en la planificación, la anticipación de resultados desfavorables, y la falta de autocontrol.

Podríamos distinguir entre una conducta impulsiva necesaria o funcional y una conducta impulsiva disfuncional. La primera estaría presente en personas muy aventureras, activas y rápidas en el procesamiento de la información. La segunda se expresa de forma preponderante, asociada a respuestas descuidadas o poco reflexivas que tienen consecuencias negativas para la persona. Por otro lado, también existe una conducta impulsiva disfuncional patológica presente en determinados trastornos psicológicos y psiquiátricos tales como los trastornos de la conducta alimentaria, el abuso de sustancias, el trastorno por déficit de atención, el trastorno bipolar o algunos trastornos de personalidad, como el límite o el antisocial.

La impulsividad, en ocasiones, puede dar lugar a conductas agresivas, estimándose la impulsividad como uno de los predictores más significativos de la agresividad.

¿Cómo se exterioriza la agresividad y cuál es su finalidad?

La agresividad, entendida como una determinada reacción ante un estímulo que interpretamos como amenazante, puede ser un comportamiento adaptativo incluso necesario para la propia supervivencia. Aun así, la situación puede convertirse en problemática cuando la incapacidad para controlar los impulsos facilita la explosión indiscriminada de ira y de reacciones violentas con sus consecuentes efectos negativos. Estos comportamientos afectan tanto a la persona que actúa de forma agresiva, como a su entorno.

La conducta agresiva pretende proteger los derechos, pensamientos, opiniones o emociones de la persona que la lleva a cabo, pero de forma inapropiada, vulnerando los derechos de los demás y buscando la dominación a través de la degradación de otras personas.

La agresividad siempre es un comportamiento violento, pero la forma en que se expresa no es necesariamente mediante actos físicos, también el lenguaje verbal y corporal deben tenerse en cuenta como comportamientos agresivos. Es importante observar si, al comunicarnos, las palabras que utilizamos, el tono de las mismas y los gestos empleados, intimidan o generan en otras personas sentimientos de miedo, culpa o vergüenza.

Es necesario conocer los factores de riesgo de las conductas agresivas, así como los aspectos individuales, familiares y socioculturales predictores de la violencia, para poder así reconocer estos comportamientos en cualquiera de sus expresiones, con el propósito de prevenir e intervenir evitando daños personales, un mayor impacto social e implicaciones legales que tanta preocupación generan en nuestra sociedad.

¿Cómo es la intervención psicológica en el tratamiento de la impulsividad y la agresividad?

En función del marco teórico, se pueden observar diferencias en el abordaje y tratamiento psicológico de los trastornos del control del impulso, los comportamientos impulsivos disfuncionales y las conductas agresivas, los profesionales de la psicología podemos facilitar recursos que permitan mejorar la autoestima, la asertividad, las habilidades sociales o el autocontrol emocional, así como el entrenamiento en técnicas de relajación.

La intervención psicológica se realiza a varios niveles:

A nivel cognitivo. Incidiendo sobre los pensamientos de la persona podremos observar cambios conductuales significativos. Ayudando al paciente a identificar y corregir creencias disfuncionales o pensamientos irracionales, facilitaremos la generación de respuestas alternativas en la resolución de conflictos.

A nivel conductual. A este nivel se facilitan técnicas con el fin de disminuir la conducta, como por ejemplo la técnica del “tiempo fuera”, retirando a la persona del medio que ha propiciado la conducta no deseada, alejándola así del contexto que refuerza el comportamiento que queremos evitar.

A nivel emocional. A este nivel, se identifican los indicadores emocionales que preceden la aparición de la conducta violenta. Reconocer dichos indicadores servirá al individuo para anticiparse y evitar la pérdida de control. Además, no hay que olvidar el trabajo para mejorar la expresión emocional, proporcionando recursos con el objetivo de conocer los propios sentimientos para así poder manejarlos adecuadamente.

No se puede dividir al ser humano en cuerpo y mente y suponer que son dos partes separadas y diferenciadas. Las dos están íntimamente relacionadas. Por ello, cuando enferma el cuerpo, se van a producir una serie de reacciones en los procesos mentales del individuo para adaptarse a esa nueva situación. Y lo mismo sucede en el caso inverso: los estilos de pensamiento, la forma de comportarse ante los demás y nuestras emociones conllevan cambios en el estado físico. En este ámbito aparecen los trastornos psicosomáticos, que por ello también se han denominado recientemente factores psicológicos que afectan al estado físico.

Los trastornos psicosomáticos más frecuentes son los siguientes (no por ello son los únicos, ya que cualquier enfermedad física puede estar generada o exacerbada por factores mentales):

-Cardiopatía isquémica

-Asma bronquial

-Colon irritable

-Lumbalgia

-Cefalea tensional

-Infertilidad psicógena

-Eczema

La relajación resulta muy beneficiosa para muchos problemas psicológicos, especialmente en los trastornos de ansiedad, en el dolor crónico, en los trastornos del sueño y fobias. Hay que tener en cuenta que para que la relajación sea efectiva habrá que aprender y conocer bien la técnica y después ser constante en la práctica de la relajación.

Existen dos grandes tipos de relajación

Relajación Progresiva de Jacobson. Se trata de un tipo de relajación en el cual se contraen grupos de músculos y luego se relajan. La persona tiene que hacerse consciente de la diferencia que hay entre la contracción y la distensión muscular.

Entrenamiento Autógeno de Schultz. Aquí se consigue la relajación a través de la autoinducción de la sensación corporal generalizada de peso o calor.

Toda relación puede implicar algún tipo de conflicto. Es muy importante saber reconocer un problema y atajarlo en el momento en que surge. La solución de los conflictos por la vía positiva fomenta la evolución personal y permite que las personas lleguen a su máximo potencial.

Posibles tipos de problemas de relación

Problema de relación asociado a un trastorno mental o a una enfermedad médica. El objeto de atención clínica es un patrón de deterioro en la interacción que está asociado a un trastorno mental o a una enfermedad médica de un miembro de la familia.

Problemas paterno- filiales. El objeto de atención clínica es el patrón de interacción entre padres e hijos (p. ej., deterioro de la comunicación, sobreprotección, disciplina inadecuada) que está asociado a un deterioro clínicamente significativo de la actividad individual o familiar o a la aparición de síntomas clínicamente significativos en los padres o hijos.

Problemas de pareja. El objeto de atención clínica es un patrón de interacción entre cónyuges o compañeros caracterizado por una comunicación negativa (p. ej. críticas), una comunicación distorsionada (p. ej., expectativas poco realistas) o una ausencia de comunicación (p. ej. aislamiento), que está asociado a un deterioro clínicamente significativo de la actividad individual o familiar o a la aparición de síntomas en uno o ambos cónyuges.

Problemas de relación entre hermanos. El objeto de atención clínica es un patrón de interacción entre hermanos que está asociado a un deterioro clínicamente significativo de la actividad individual o familiar o a la aparición de síntomas en uno o más hermanos.

Cuando ocurre una separación, los hijos experimentan una especie de duelo, por la pérdida de la vida con los padres juntos y por la ruptura de la estabilidad familiar. La mejor preparación del niño para la nueva etapa es que esté informado y son los padres los que más le quieren y los que mejor le conocen quienes deben comunicárselo.

Muchos padres temen dañar a sus hijos, por lo que tienen gran dificultad para comunicar a sus hijos la decisión de la separación. Los niños son más fuertes y se sorprenden menos de lo que los padres piensan, cuando se les anuncia la separación. En principio es importante mantener una actitud abierta y clara, explicar sinceramente (sin detalles dolorosos) lo que está pasando y el porqué, sin culpar a nadie y mucho menos a los hijos; hablar con ellos en el momento apropiado, estimular a que pregunte lo que desee y contestarle con sinceridad, tomando en cuenta su edad, capacidad de comprensión y sus características personales. Las reacciones más frecuentes que pueden tener los hijos son:

-Tristeza por la separación, gran sentimiento de pérdida.

-El rendimiento escolar puede disminuir.

-Sentimiento de culpa, de ser el responsable de la separación de sus padres.

-Tendencia a querer reemplazar al padre que ha partido.

-Fantasía de reconciliación.

-Sentimiento de lealtad hacia el progenitor ausente y cólera hacia el padre custodio.

-Aumenta o disminuye la capacidad de concentrarse.

-Cambios de sus comportamientos sociales, en la escuela o con sus amigos.

-Negación para ocultar su tristeza. Adoptan aires de seguridad y de calma.

-Disminución de la confianza en sí mismo.

-Agresividad.

-Comportamientos de oposición.

La adopción es siempre un hito muy importante para la unidad familiar adoptante. Si bien las etapas previas a la adopción son esenciales y la preparación de los padres es conveniente para el éxito de la adopción, un factor decisivo es su actitud ante el nuevo hijo. Se piensa que la fuerza del cariño y el aportarles un entorno ordenado y afectivo es suficiente para superar todas las necesidades especiales y para paliar todas las heridas del pasado de éstos.

Pero lo cierto es que la mayor parte de las familias adoptivas se ven en la necesidad de apoyo especializado en algún momento del desarrollo de sus hijos e hijas adoptados. Aunque hay importantes diferencias, como la edad en que han sido adoptados, sus vivencias antes de la adopción y las características individuales de cada niño, la experiencia muestra que la mayor parte de los menores vienen emocionalmente dañados como consecuencia de las situaciones de abandono y las pérdidas que han vivido. El sentimiento de sí mismo será diferente al de los niños que han vivido siempre con sus padres biológicos. La cuestión de ser adoptado volverá a surgir, consciente o inconscientemente, en diversos momentos del crecimiento y desarrollo de esa persona. Los niños adoptados viven esta experiencia de forma diferente según la etapa evolutiva en la que se encuentren:

Edad preescolar (0 – 5 años): Es la etapa ideal para saberlo. No manifiestan sentimiento de pérdida ante la revelación de su condición adoptiva. Repiten literalmente la historia que se les ha contado, junto con otras fabulaciones y fantasías de cosecha propia. Tienen que saber que “estuvieron en la tripita de otra mamá y no en la de su madre adoptiva”.

Edad escolar (6 – 12 años): Empiezan a comprender el sentido de ser una niña o niño adoptado. Perciben la adopción como la construcción de su familia pero también como la pérdida de su “otra familia”. Pueden llegar a mostrar agresividad, incomunicación, irritabilidad o melancolía en relación a este tema. Todo ello tiene que ver con el duelo que implica asumir el abandono. A partir de aquí, se inicia una etapa de comprensión, hasta que en la adolescencia los conflictos se reaviven nuevamente.

Pubertad y adolescencia (13 años en adelante): A partir de esta etapa pueden comprender su condición adoptiva y empezar a planteársela en términos de vacío en su propia identidad. La pérdida de conexión con la línea genealógica es vivida por la persona adoptada como una pérdida de una parte de su identidad que irá afrontando a medida que perciba confianza y aceptación incondicional. La persona adoptada se plantea cuestiones como: ¿quién soy yo?, ¿qué podría haber sido?, ¿cómo sería si…?